12/08/2008

A cielo abierto.


No me gustan los centros comerciales, ni su disposición comercial, ni su concepción espacial. Son templos del consumo que vienen a relevar lo que comercialmente han sido los mercados de abastos en nuestros pueblos y ciudades. Estos nuevos santuarios del comercio carecen del calor humano que las interacciones sociales tradicionalmente han otorgado a las plazas y ferias locales. En estos grandes emplazamientos los seres humanos se convierten en recursos humanos, las cosas no tienen valor por su nombre sino por su número, los individuos no son concebidos como personas sino como clientes; como usuarios que al mismo tiempo son usados.

Les considero lugares frívolos, deshumanizados, incapaces de estimular nuestros sentidos si no es de una forma artificial y mecanizada. Son espacios concebidos para intentar reinventar algo tan milenario como el comercio; son hangares deshabitados, concurridos de público, pero donde la soledad adquiere la dimensión de hacerse sentir a uno solo aún estando acompañado. Considero que deambular por estos pasillos poblados y al tiempo desolados no aporta absolutamente nada a la construcción de las personas. Algo tan genuino como el olor a papel de una librería, o la atención cercana y profesional en una mercería, lo adulteran de aroma corporativo, controlando hasta el mínimo rincón de la exposición y del lenguaje emocional de los visitantes.

No cambio una buena conversación con un café a pie de calle, una escapada a pasear por la playa, una simple caminata por las aceras, o una tarde callejeando las tiendas de mi ciudad por ir a encerrarme a un centro comercial. Lo siento, pero lo mío es disfrutar a cielo abierto, y de todas las sensaciones que aún me quedan por descubrir.